Muchos pueblos han sobrevivido gracias a sus costumbres ancestrales, procedentes de siglos de experiencia en el manejo de situaciones problemáticas y disputas entre personas con intereses contrapuestos. Quizá el mejor ejemplo en nuestra cultura sea el del derecho romano, base de todo el derecho actual. Sin embargo, tanto en la Roma clásica como en muchas culturas actuales con democracias exquisitas se practicaba y se practica la pena de muerte. El estado mata al que comete ciertos crímenes imperdonables.
¿Es compatible la democracia con la pena capital? Cabe hacerse la pregunta, no sólo porque pensemos que esté mal matar al culpable, sino por la cantidad nada desdeñable de individuos que -estando en el corredor de la muerte- se demuestra con pruebas de ADN que eran inocentes. ¿Es suficientemente garantista el sistema judicial de esos países?
Son muchas las dudas y las preguntas que nos podemos hacer a la hora de buscar normas objetivas que regulen nuestra convivencia. Parece sencillo apelar a la ética kantiana que nos recuerda que no debemos hacer al prójimo lo que no queramos que nos hagan a nosotros
mismos. Sin embargo, la ética kantiana es una ética negativa, es decir, sobre lo que no hay que hacer. Nada dice de la ética positiva, de lo que debo o debería hacer frente a un ser humano que padece hambre u otras carencias básicas. ¿Debo intervenir? ¿Debe intervenir la sociedad a través de personas con más vocación? ¿De verdad alguien piensa que con la caridad o la solidaridad se van a arreglar este tipo de injusticias?
Recuerdo que hace años, al comenzar a vivir en una casa rural, los vecinos tenían un perro que ladraba por las noches desde su caseta, con la mala fortuna de que mis hijos se despertaban llorando cada vez que el perro ladraba a cualquier hora de la noche. Cuando le pedí al vecino que por favor metiera al perro dentro de la casa, más lejos de mi ventana, me contesto que “toda la vida” el perro había estado allí y antes de ese perro, otro perro. ¿Había algo más que hablar con esa persona?
Las leyes, las costumbres, los sistemas policiales y judiciales, son con frecuencia lo mejor que tenemos para evitar el mal, a pesar de todas sus limitaciones. Por su parte, algunas organizaciones religiosas y solidarias promueven el bien y la ayuda mutua, con sus limitaciones también. La estructura política de las democracias organiza la convivencia para que percibamos cierto grado de justicia y reciprocidad en las relaciones laborales y sociales, a pesar de que esas mismas normas permiten el enriquecimiento extremo y la pobreza extrema, sin que ninguna de ellas sea ilegal. Si mi sufrimiento es legal pero no moral, ¿qué puedo esperar de mis conciudadanos? ¿Puedo éticamente hacer algo que suponga sustraer bienes de otros para subsistir en ese entorno insolidario?
En el lado contrario, las guerras se encargan de destruir toda ética, aunque también podemos pensar en guerras justas, como las que permiten a un pueblo liberarse de su dictador. En suma, todas las formas de organización social y legal tienen sus pros y sus contras, sus formas justas de realizarse y sus efectos indeseados. Así mismo, las personas pueden ser tan variables como las normas. Incluso la misma persona puede comportarse con gran rectitud en una situación y de manera inaceptable en otra, como bien sabemos.
Dicen que vivimos en una época con mucha menos violencia que antaño. Al parecer, el siglo XX y lo que va de XXI está siendo el período más tranquilo en muchos siglos, con mucha menos violencia en nuestras relaciones (aunque tengamos unas cuantas guerras que han arrasado millones de vidas). Esta mejora parece tener su causa en el aumento del nivel educativo de la mayoría de la población. Es un dato esperanzador. Quizá un primer paso para un nuevo modo de relacionarnos con el prójimo. No se puede poner por escrito todo lo que hay que hacer en cada dilema ético, pero ese “hombre justo”, educado para el respeto y la razón, sabrá qué hacer.
Hª Themys Cª.·.Mª.·.