La inmigración, un fenómeno tan antiguo como la propia humanidad, supone el desarraigo de aquellos que forzados por circunstancias sociales, políticas o económicas deben abandonar el lugar en el que nacieron, y en el que se encuentran sus raíces, para buscar la seguridad o el bienestar, según los casos, en lugares en ocasiones tan alejados de sus orígenes que el cambio supone el tener que rehacer sus vidas en sociedades a las que son totalmente ajenos desde el punto de vista cultural tomando este concepto en su más amplia acepción.
Todos sabemos que la raza es no solo una circunstancia diferenciadora, sino que aparece como el principal factor de exclusión, si a ella añadimos diferencias religiosas el problema se agrava de una manera clara y hasta límites de alto riesgo. En este sentido no debemos dejar de lado los efectos desastrosos que, para la convivencia de sociedades con diferentes tradiciones culturales y religiosas, ha tenido la ideología «neocon» tras el criminal atentado de las «torres gemelas» de Nueva York perfectamente aprovechado y convenientemente orquestado para enfrentar conceptos religiosos no tan diferentes en el fondo.
Ahora bien, es evidente, desde mi punto de vista, que nos enfrentamos, fundamentalmente, a una cuestión de educación. Parece bastante claro que el concepto de no discriminación por razón de raza está suficientemente comprendido aunque no suficientemente asumido por nuestra sociedad , por el contrario la cuestión religiosa aparece como algo más complejo y difícil de asimilar, al coincidir una suerte de connivencia entre una religión, la católica, y el Estado español.
En España, el concepto de laicidad resulta absolutamente novedoso hasta el extremo de que, tras treinta años de democracia, resulte imposible que el Estado se desligue de sus ataduras frente a una confesión religiosa determinada. Esta situación se traslada a la sociedad de manera automática produciendo, de inmediato, el rechazo de cualquiera que, además de ser poseedor de una identidad racial diferente, pueda ser sospechoso de practicar una religión ajena a la «oficial» del Estado español. Fundamentalmente esta situación afecta a magrebíes, árabes, subsaharianos y el resto de personas que por su raza son susceptibles de, aparentemente y en principio, practicar la religión musulmana.
Ante esta situación parece claro que es necesario un esfuerzo de los poderes públicos para que el laicismo se convierta en uno de los pilares de la sociedad como factor, a medio plazo, de integración y, a corto plazo, como elemento capaz de desactivar situaciones potencialmente peligrosas para la normal convivencia.
Se trata, no se puede negar ni soslayar, de una situación difícil y complicada, no tenemos más que ver los problemas surgidos con la puesta en marcha de una asignatura de educación cívica, ya que se encuentran en juego intereses contrapuestos; el Estado, como representante de todos los ciudadanos, y una determinada confesión religiosa, la católica, tratando de mantener unos privilegios que, aunque se remonten a la más lejana antigüedad, son difícilmente defendibles en nuestros días por ser los de una cada vez más pequeña parte de la sociedad española
Parece claro, pues, que la laicidad se presenta como un factor de cohesión social más allá de como pueda afectar a la inmigración ya que su puesta en práctica generalizada serviría para que la sociedad española, inmigrantes incluidos por supuesto, alcanzase los niveles deseables de integración que corresponden a una sociedad realmente avanzada.